
La selva (extraído del libro Cautiva de Clara Rojas)
Confieso que todo aquello me tenía acobardada. Era demasiado citadina y se me notaba. Cada día trataba de levantarme con mi mejor cara y elevaba mis brazos al cielo para agradecerle a Dios por estar viva, y por todas las cosas bellas que, a pesar de todo, había en esos parajes. Pero cuando tocaba seguir caminando en medio de la terrible espesura de la selva, en aquellos terrenos tan inhóspitos, con frecuencia el sudor de la frente se me mezclaba con las lágrimas de los ojos.
Me sentía en el mismísimo fin del mundo y casi completamente sola. Aún hoy me resulta difícil entender cómo sobreviven los pobladores de aquellas apartadas zonas. Sin más caminos que
los ríos, sin embarcaciones, sin suministros de comida ni de medicamentos, sin ropas ni calzado apropiados, sin ningún tipo de información, pues allí no llega ni la televisión, ni la radio y menos aún la prensa, sin luz eléctrica ni suministro apropiado de combustible para la cocción de los alimentos, sin recursos para construir las viviendas más que la madera y las palmas húmedas que de allí se extraen y que continuamente son presa del gorgojo y el comején.
Pero aquella espesa selva era nuestro entorno y no nos quedaba más remedio que tratar de sobrevivir en ella, a pesar de las dificultades y carencias. Difícilmente podré olvidar la primera vez que vi un tigre de cerca. Me causó una impresión enorme, a pesar de que estaba ya muerto. En las primeras semanas de cautiverio, el comandante que por entonces estaba a cargo de nosotras, se las ingeniaba para recordarnos de vez en cuando que estábamos en plena selva. Y una mañana se presentó en el campamento con una cabeza de tigre ensangrentada. Por el tamaño se veía que pertenecía a un gran animal. Y al rato le vimos llevando al cuello un collar del que pendían los colmillos que le acababa de extraer a la fiera.
Es cierto, que a medida que transcurrían los meses, me fui adaptando a vivir en ese entorno, siempre bajo el acecho de los animales. Una tarde, cuando estaba empezando a oscurecer, y
yo estaba terminando de vestirme después de haberme dado un baño en el río —por aquella época, al principio del secuestro, aún me permitían hacerlo— y de repente oí un grito fuer-
tísimo, seguido de voces de guerrilleros como si estuvieran forcejeando. Me pregunté qué habría pasado para que se formara tanta bulla.
Entonces vi a un grupo de guerrilleros arrastrando a una culebra enorme, de color dorado con vetas café, que tendría unos 6 metros de largo y un diámetro de, como poco, 50 centímetros, si no más. La llevaban entre varios y aún así les costaba. La tuvieron que cortar a hachazos, como si fuera un tronco.